«Llegué a Los Alcázares el día antes de la sublevación franquista, el 17 de julio de 1936, y ya no me marché jamás», empieza Rosario Cánovas Griñán su relato vital, y con sus palabras podría escribir, si alguien las atrapara al dictado, una maravillosa y larga novela. A sus 91 años, sigue regando las cientos de plantas que envuelven el patio del hotel La Encarnación en un halo mágico e intemporal.
Rosario tenía 14 años cuando se instaló con su familia en Los Alcázares y, nada más cumplir los 18, con su energía intacta, entró a trabajar en la plantilla del centenario hotel La Encarnación, construido en 1904 en la orilla del Mar Menor. «Al lado de Paquita, siempre siempre», recuerda de la recientemente fallecida Francisca Paredes, última gerente del establecimiento, que lo fue durante casi toda su historia, desde que su padre, Juan Paredes -quien lo regentó desde 1923- lo dejó en sus manos. A Rosario se le humedecen los ojos al recordar a Paquita, el alma de este hotel tan singular, el primero que se construyó en la Región.
«Tengo recuerdos de aquí de toda una vida. Aquí he trabajado de todo, en el comedor, de albañil, de pintora, de jardinera, en la recepción, en los baños termales…No he descansado un solo día; ni he tenido días libres ni me he ido de vacaciones. Siempre estuve aquí, y aquí sigo. No podría estar en otro lugar», cuenta Rosario. Esta mujer, menuda y firme a pesar de los años, concibió y dio forma al patio vegetal que aún se contempla hoy en el interior del edificio centenario, como un corazón intacto del tiempo. Las numerosas plantas que cubren las paredes y corredores, tan admiradas por miles de turistas, salieron de las manos laboriosas de Rosario. «Lo empecé yo, porque fui a un viaje a Córdoba cuando era joven y vi los patios de flores que tienen, así que cuando volví pensé hacerlo aquí, y empecé a sembrar enredaderas, geranios y buganvillas. Todo empezó a crecer», contempla ahora su obra. De la ciudad andaluza se trajo el invento de riego, una lata con un largo bastón, que Rosario encargó hacer al fontanero del hotel, aunque mejorado. «Le dije que me pusiera un grifo para ir regando maceta por maceta sin desperdiciar el agua, y el resto las regaba con una escalera», explica. Y allí sigue. Ella hace los trasplantes de macetas, los riegos y cuidados que cada una necesita, porque las conoce a todas. «Siempre voy con algunas hojas en la mano, de algo seco que veo en una u otra», comenta. Su piel fina como el papel se ilumina recorriendo las jardineras. «Ésto es Pasionaria, que da unas flores preciosas, y ésto, ciclamen, y no le debe dar el sol, así que se extienden los toldos por las mañanas», dice. «Antes la fuente tenía agua y luces, pero un día para evitar problemas se cerró», recuerda Rosario.
Por momentos se le pierde la vista entre los ramajes, y parece volver al bullicio de las noches de verano en el hotel. En medio del silencio de esta primavera airosa y expectante, la jardinera fiel recorre con su mente el patio arriba y abajo entre las mesas de clientes de postín, como lo eran los de aquellos primeros años del siglo. «Venían familias muy ricas, con su personal de servicio, que también se alojaba aquí. Era una época en que ellas vestían trajes largos y las criadas les llevaban la sombrilla. Luego, afortunadamente, ha podido salir de vacaciones todo el mundo y no solo los ricos», cuenta Rosario, y resulta fácil imaginarla trajinando entre las mesas, ojo avizor de que nada se escape a su quehacer. «Aquí siempre había jaleo. Algunas noches Paquita tocaba el piano y otras había espectáculo. Aquí vinieron orquestas, también variedades de humor, y artistas de cabaret. A veces había problemas con la censura, por si los trajes enseñaban más de la cuenta. Recuerdo a Pepita Cañas, esa era de las ligeras», sonríe Rosario.
Cada mañana da un repaso a las plantas de patio y se sienta a leer el periódico, en el mismo lugar que veían cada mañana al despertarse personajes ilustres, pilotos de leyenda, y hasta el rey Alfonso XIII. «He sido muy feliz aquí. No cambiaría mi vida», afirma Rosario.