Jesús Galindo Sánchez
Tras más de un mes de sequía intelectual, me dispongo a retomar el sano hábito de la escritura, a pesar de que me está constando bastante trabajo coordinar mis ideas y tratar de encontrar un tema interesante y la prosa más adecuada para su desarrollo.
Yo he sido uno de los cientos (quizá miles) de afectados por las inundaciones acaecidas en Los Alcázares en la noche del fatídico 18 de diciembre pasado, y ese hecho me ha marcado hasta tal punto que, en los días que transcurrieron a continuación, no he sido capaz de ponerme frente al ordenador para otra cosa que no fuera el trabajo diario de ocuparse en buscar soluciones para recomponer un hábitat que, al igual que el resto de los afectados, quedó destrozado y con algunas secuelas que, a día de hoy, aún no tengo solucionadas.
Por eso, hoy, al reanudar esta rutina, voy a dedicar mi columna a algo tan importante como extraordinario, y que fue lo más positivo (permítanme esta licencia que podría parecer un sarcasmo) que ha tenido esta catástrofe: me estoy refiriendo a la solidaridad.
La noche del siniestro fue una pesadilla que muchas familias, y otros tantos a nivel individual, sufrimos frente a la incertidumbre como elemento desestabilizador y el miedo que, en algunos casos hizo mella en aquellos que podían tener un mayor riesgo y exposición a la vulnerabilidad. Cuando los primeros clareos de la mañana del lunes empezaban a repuntar, más de ciento cincuenta personas ya habían tenido que abandonar sus hogares, ayudados por personal de emergencias y de distintos cuerpos de seguridad que se habían pasado toda la noche en esas labores propias de su condición pero que implican un riesgo no calculado, inclusive para ellos que ya están, por desgracia, acostumbrados a estos menesteres.
La Policía Local, los efectivos de Protección Civil, la Guardia Civil, la Unidad Militar de Emergencias, y los Bomberos, pero no solo los del parque de Los Alcázares, sino también todos aquellos que –a una llamada generalizada- acudieron desde todos los parques de la geografía regional…, efectivos de otros cuerpos (como Salvamento Marítimo) y tantos y tantos otros que no recuerdo y a los que les pido perdón por no citarlos, fueron los primeros en ponerse manos a la obra y tratar de paliar lo que ya era un auténtico desastre. Su prelación fue atender los casos donde la vida humana era una prioridad, desdeñando (como era natural) las innumerables peticiones de ayuda “logística” que les llegaban desde aquellos otros que demandábamos medios materiales para paliar unos efectos que, en aquellos momentos, no nos dábamos cuenta que eran incontrolables e imposibles de mitigar.
Pero la verdadera explosión de solidaridad se produjo a partir del martes siguiente a la tragedia, día en el que los equipos de emergencia permitieron el acceso a las zonas afectadas. Cientos de personas, en su mayoría jóvenes, de los más distintos puntos de nuestra Región, y de fuera de ella se daban cita a través de las redes sociales. Sí de esas redes sociales a las que yo he menospreciado en algunas ocasiones y a las que ahora rindo mi más absoluto respeto y mi reconocimiento por el servicio que en estos casos presta. Se les podía ver por las calles embarrizadas, equipados con sus botas de agua, escobas, capazos y todo tipo de artilugios de lo más heterogéneo, pero todos ellos con el mismo fin: prestar su ayuda allá donde se les requiriese, que era una gran mayoría de las viviendas y locales donde sus propietarios o moradores no daban abasto con las labores propias de achique de agua, barro y otras muchas incidencias que –en algunos casos- rebasaban las capacidades que los vecinos de Los Alcázares tenían para poder afrontarlas.
A aquellas personas, en un principio pertenecientes a organizaciones estructuradas, como Cáritas, Cruz Roja, y otras muchas que me es imposible recordar, se empezaron a unir una masa ingente de voluntarios anónimos, sin ningún tipo de adscripción ni vínculo estatutario, y cuyas ordenanzas no escritas las tenían grabadas en lo más profundo de sus sentimientos. Fue la riada de la solidaridad y el Ayuntamiento de Los Alcázares se colapsó atendiendo las demandas de estos anónimos personajes que acudieron a la llamada de sus conciencias, sin ningún tipo de consigna, interés o predisposición, y tan solo con el único ideal de prestar su ayuda allí donde fuera necesario.
En algunos momentos la excesiva oferta de este auxilio pudo traducirse en confusión, pero fue un desconcierto muy hermoso, un desbordamiento de ilusión que venía a poner un tablacho a esa agua traicionera que horas antes había querido quebrar la apacible convivencia de todo un pueblo.
Todavía recuerdo la estampa de un grupo de esos voluntarios (ninguno de ellos rebasaba los 18 años) ayudando a una pareja de ancianos a quitar el barro acumulado en su vivienda y sacando los enseres, ya inservibles, a unas calles que más bien parecían las de un lugar en pleno conflicto bélico.
Esa imagen de solidaridad es con la que yo me querría quedar, y esa es la imagen que deberíamos tener presente todos, erradicando esa otra que, por desgracia, también nos acosa muy a menudo, y en la que la violencia y la sinrazón son protagonistas de actos violentos y vandálicos que nos son propios de una sociedad en la que la convivencia pacífica debería ser el común denominador de nuestra razón de ser.
Cuando escribo estas líneas y me vienen a la memoria los recuerdos de aquellas horas, todavía se me humedece el iris y siento un nudo que tengo que controlar. Fueron unos días, previos a esas fiestas tan especiales como es la Navidad, en las que el recuento de los daños y la atención a los más necesitados se impusieron a los villancicos. En las que el pueblo, cuando el ocaso se hacía más patente, quedaba inundado por la soledad más absoluta; y en los que la alegría propia de esas celebraciones dejó paso a la impotencia y al abatimiento, eso sí, no exentos de la esperanza que, según el refranero, es lo último que se debe perder.
Sirvan, pues, estas líneas como homenaje y gratitud hacia todos los cuerpos de seguridad, emergencias, voluntarios, y a todos aquellos anónimos que, sin importarles protagonismo alguno y con una clara actitud de colaboración, antepusieron el servicio a los demás como lema y propósito, definiendo su actitud como un modo de vida, que permiten que todavía sigamos confiando en esta sociedad y en sus valores. Ojalá no tengamos que vivir otro episodio como el que hemos padecido para comprobar una de las virtudes del ser humano que más satisfacción proporcionan: La Solidaridad.
Jesús Norberto Galindo // Jesusn.galindo@hotmail.com