Fallece el cronista de Los Alcázares, Pablo Galindo, el maestro que no dejó de enseñar

ALEXIA SALAS

Hemos perdido una biblioteca, una especie en extinción de conversador, un pozo sin fondo de la intrahistoria. Hemos perdido a Pablo Galindo Albaladejo, el cronista oficial de Los Alcázares, profesor que nunca dejó de enseñar ni siquiera cuando se jubiló debido a que su maltrecho corazón ya le daba avisos de la fragilidad de la vida. Él la aprovechó bien. No había más que ver su semblante sereno de hombre que ha conocido la plenitud.

 

Las prisas, siempre las prisas, me fastidiaban especialmente cuando me encontraba con Pablo Galindo porque me impedían alargar la charla en cualquier esquina, escaleras o plaza para escuchar su inagotable conocimiento de la historia de Los Alcázares y su entusiasmo en infinidad de proyecto que no se le agotaban. «Tengo tanto que hacer aún», me decía.

Contaba Pablo Galindo que en su casa le llamaban ‘el loco del archivo’ porque andaba cada día con las narices dentro de documentos antiguos, libros y legajos. Este maestro, después de pasar casi toda una vida en las aulas del colegio de Dolores de Pacheco, el Virgen de las Huertas de Lorca y el colegio Bienvenido Conejero de Los Alcázares, se convirtió en explorador de la Historia. «Nunca agradeceré lo suficiente que se fijaran en mí para cumplir la función de cronista. Veo a otros jubilados con depresión y a mí en cambio me falta tiempo para abarcar todo», me contaba en una mañana lluviosa frente al Mar Menor. «Hay tanto que contar», suspiraba el cronista. Fue una de esas charlas que me regaló y que nunca olvidaré. La lluvia caía como casi siempre en esta tierra seca, tímidamente sobre la playa alcazareña mientras tomábamos café en la terraza del hotel La Encarnación, como lo hiciera Alfonso XIII un siglo atrás. Uno de esos ratos en los que se congela el tiempo.

Me hablaba Pablo precisamente del agua, ese ‘supervector’ como lo llaman los economistas, ese sostenedor del sistema sin el cual no tendremos futuro. El agua centró el último libro del cronista, ‘La vertiente y el aljibe’. Como niño nacido en un pueblo seco, a Pablo le fascinaba ver correr el agua de lluvia hasta el aljibe.

«Noto cómo el tiempo se escapa entre los dedos, como el agua», se sinceró Pablo, preocupado por reunir los días suficientes para recomponer la historia de Los Alcázares, que es también la historia del agua. Para no traicionar su conciencia, tuvo que mojarse hasta el cuello: «El Plan de Regadío de 1972 del Campo de Cartagena fija las hectáreas reglables de Pilar de la Horadada, San Pedro del Pinatar, San Javier, Torre Pacheco y Cartagena, y deja una franja lineal de dos kilómetros hacia el interior no regables con agua del trasvase. ¿Cómo hemos llegado a la situación que tenemos, con cultivos junto al Mar Menor? No lo sé», invitaba a reflexionar.

Los Alcázares era más que un pueblo en su corazón destartalado. Solo he encontrado esa devoción única por el pueblo costero en dos o tres personas más. En Pablo se añadía además la clarividencia y la honestidad que dan descubrir y asumir la historia para conocer mejor al ser humano. Como presidente de la Comisión Al Kazar, que otorga el reconocimiento anual a quienes han destacado en su apoyo al municipio, tuvo su última aparición pública el pasado 13 de octubre para hablar del dolor de los vecinos tras las peores inundaciones de su historia.

Será difícil descubrir a los vecinos de Los Alcázares el valor humano de Pablo, como padre por decisión, como maestro y como amigo. En sus últimos acarreó la pena de haber perdido a seres muy queridos, aunque como toda mente inquieta, tenía el consuelo de su rincón de trabajo. Me cuentan que murió en su mesa de trabajo en la plácida mañana del pasado domingo, así que le supongo unos momentos de felicidad inmerso en sus papeles, libros y legajos.

Nos quedamos de testigos, Pablo. Ya te contaré qué pasa con el agua, con el Mar Menor y con tu aljibe cuando nos volvamos a encontrar.