Otoño y melancolía. ¿No paras en seco cuando te encuentras con la belleza?

Inma Barranco Latorre

Conduces por la avenida en dirección a la playa. Atardece y el sol ilumina de azafrán las hojas verdosas de las jacarandas mientras las flores azuladas te abrazan en un sopor hipnótico. Al mirarlas te asalta una sensación de vacío que te urge a parar el coche bajo la luz especiada de los  árboles. La belleza te somete cuando contemplas algo extraordinario y en ese momento necesitas parar y quedar a solas.

En estos momentos recuerdas que hay un síndrome, el de Stendhal: quedarse  tan impresionado al contemplar algo de belleza extraordinaria que podrías incluso marearte o perder el conocimiento.

No sabes ni cómo pero te viene a la mente una frase del danés Søren Kierkegaard (1813-1855), filósofo y padre del existencialismo, que dice: “Cuando estás frente a la nada, tu alma se sosiega; puede experimentar cierta melancolía cuando oyes el eco de tu pasión que te llega desde la nada. Para que recibamos un eco, tiene que haber un espacio vacío ante nosotros”.

Sientes un arañazo de melancolía con  pinceladas de miel y tristeza. No duele; No escuece. Es casi un consuelo.

Y te quedas ahí, en paz. En soledad. Tranquilo. Escuchas tu propio suspiro. Hondo. Cálido.

Bajo la llama naranja del anochecer buscas una canción en la lista de reproducción del equipo de música del coche. No una cualquiera. No es un momento cualquiera. A toda potencia  suena tu sinfonía fetiche: la quinta de Gustav Mahler (1860-1911), compositor y director de orquesta bohemio-austriaco.

El sonido de la música, las ramas del árbol, el horizonte rosado. La soledad y los recuerdos. La nostalgia, la satisfacción, el placer y el duelo. Múltiples sensaciones acuden a tu mente pero sin dramas ni mojigaterías, ya lo decía el poeta y dramaturgo francés Víctor Hugo (1802-1885), “La melancolía es la felicidad de estar triste”.

¿Y qué es la melancolía?, reflexionas. Y piensas que es como si pudieses sentir a la vez todas las emociones experimentadas a lo largo de tu vida, tanto las dolorosas como las felices, las que trajeron las victorias y las que se llevaron las derrotas, y poder observarlas con la serenidad que da la distancia.

Y como si de un ensueño se tratara aguardas a que se oculte el sol con la esperanza de alargar este trance. Cual poeta en busca del serventesio perfecto dejas ir los pensamientos.

Ves tus ojos reflejados en el espejo retrovisor: ya tienes canas, patas de gallo y le ves las orejas al lobo. Sonríes.

La vida me ha pillado por sorpresa. Y mueves la cabeza resignado.

Qué viejo está el Toby y qué poco le queda. Suspiras.

Qué mayores están los pequeños.

Qué bellas siguen siendo sus manos; un firmamento de estrellas de canela sobre su piel. Y te ríes de lo cursi que puedes llegar a ser pensando en ella.

Cien veces me he enamorado y todas de ti. Te emocionas.

¡Como pasa el tiempo y qué corta tiene la minifalda! Carcajeas.

Suspiras y sonríes mientras arrancas el coche y piensas que esto te pasa por nacer bajo la influencia del signo de Saturno.

Y te burlas de ti mismo al imaginar que no eres más que una pieza con la que juega el destino y te viene a la mente Melancolía I, el grabado misterioso de Durero  en el que hay un tablero numérico que evoca al ajedrez.

Al menos, piensas,  te queda el humor saturniano y ese punto de vestir desfasado de los 90, de la moda grunge, con los vaqueros rotos, el pelo a su aire y las zapatillas Converse.