Aquel verano de 1978 en San Javier cuando éramos tan jóvenes

Aquella era una época joven. Era tan joven que con los años pasamos a llamarla ‘los viejos tiempos’. Era la época de las anécdotas juveniles: esas que revivimos una y otra vez cuando las recordamos con los amigos de siempre. Y no nos cansamos de repetirlas por más que hayan pasado ahora cuarenta años. 

Era en San Javier (Murcia), en 1978, recién estrenada la Constitución y que por su Título VIII nos convertía en una comunidad uniprovincial al separarnos de Albacete.

Recuerdo a mis abuelos el día que la votaron. Salieron temprano, serios, camino del Colegio Nacional Mixto Joaquín Carrión a depositar su papeleta en las urnas. Sentí que para ellos era un gesto casi sagrado.

El verano del 78 fue el ‘verano de los tres Papas’. En agosto muere Pablo VI y le sucede, tras un cónclave expres,  Juan Pablo I quien muere en septiembre, a los 33 días. En octubre fue elegido Juan Pablo II.

Yo tenía 15 años. De la generación de la E.G.B. A mí me gustaba la serie Los ángeles de Charlie y a mi hermano Curro Jiménez; los sábados a las 15,30, después del Telediario veíamos Heidi, Marco, Mazinguer Z y, un año después, El bosque de Tallac (Jackie y Nuca) que le encantaba a mi hermana pequeña.

Por la noche y en fines de semana, junto a mis padres veíamos Cañas y barro, serie de televisión, basada en el libro homónimo del escritor Vicente Blasco Ibáñez, y programas de entretenimiento y musicales como Fantástico, presentado por José María Iñigo, Aplauso con José Luís Uribarri, Cantares presentado por Lauren Postigo, etc., y por supuesto el documental El hombre y la tierra de Félix Rodríguez de la Fuente.

La sociedad estaba cambiando y los adolescentes mirábamos hacia los jóvenes que marcaban diferencias. Recuerdo a la señorita Mari Carmen (María del Carmen Manrubia), la maestra de párvulos del Carrión. En esas fechas aún la gente guardaba luto riguroso por los difuntos, por lo que era habitual que hubiese mucha gente que vistiera de negro durante años. Y ahí estaba ella, castaña, menuda y con un lunar en la frente que le daba un toque exótico, aparcando su Renault 5 verde junto al colegio, con un vestido minifaldero de punto rojo, una trenca de lienzo blanco hasta los pies, con capucha forrada de piel de borrego marrón, con sus botones de madera y ojal de pasamanería y con unas botas altas hasta las rodillas de color marrón. Y no solo a ella, mirábamos también a los jóvenes, ellos con el pelo a la moda y ellas con aire intelectual y moderno. Por entonces se celebraban obras de teatro, que en sus inicios tenían cierto aire  independiente y que nos despertaban admiración. Por esas fechas pasaron por allí Rafael Alberti y Nuria Espert, Els Joglars, Amancio Prada, Mari Trini, etc.

Y todo eso era importante porque no hacía mucho que las mujeres en España podían votar, viajar sin el consentimiento del padre, hermano o marido. Y nos venían noticias que nos parecían insólitas, como la de la rumana Nadia Comaneci que, en el 76, alcanzó la perfección en la historia de la gimnasia en los Juegos Olímpicos de Montreal y que en el 78, Carmen Conde entra en la Real Academia Española, convirtiéndose en la primera mujer que forma parte de esta institución. Muchos fueron los acontecimientos que a las quinceañeras de entonces nos hacían entrever un futuro diferente.

Era la época de los guateques y de los bailes ‘agarrados’ (pero sin pegarse mucho, claro) y algunos de ellos los organizaba mi primo Juan en casa de sus padres. Por entonces los equipos de música no eran como ahora, qué va, el tocadiscos era una caja más o menos como la de zapatos y, al abrirla, una tapa era el altavoz y la otra tenía una superficie redonda sobre la que se ponía el disco a girar y un brazo con una aguja para pincharlo y así escuchar la música: Nights in White Satin de The Moody Blues, The year of the cat de Al Stewart, New kid in town de Eagles, It’s a Heartache de Bonnie Tyler, Yo caminaré de Fausto Leali y Esperanzas de Los Pecos; y no piensen que todo era agarrado, que también bailábamos sueltas como I will survive de Gloria Gaynor, Black is Black de Los Bravos y por supuesto Sorry, I am a lady de Baccara, Stayin´Alive de Bee Gees y la banda sonora completa de la película Grease, que nos la bailábamos entera imitando a Travolta y a Olivia Newton John en los pasos.

Por entonces éramos una pandilla numerosa y veníamos de barrios diferentes como Extramuros, el barrio de La Paz, el barrio Castejón, el de Los Ríos, el centro del pueblo e incluso de alguna pedanía como El Mirador.

Quedábamos para salir  los fines de semana, y nos veíamos en diferentes locales: en el bar Moderno, el Hierba, el Casino o en el de Demetrio a comer michirones y de vez en cuando nos tomábamos un cóctel Alexander en el Tela. Por entonces, el cuartel de la Guardia Civil estaba en el pueblo, donde está ahora el Museo Municipal. Enfrente estaba el parque, el bar de Antonio, los futbolines y la tienda de chucherías y pistones del Moreno.

Ese parque, que ahora es la explanada del parking subterráneo, tenía un encanto especial. Tenía la forma de la vela de un barco y estaba rodeado por una verja y cipreses y, donde ahora está la salida de peatones del aparcamiento, había una pérgola de obra cubierta de enredaderas y varios bancos para sentarse a la sombra. Cuando paso ahora por ahí echo de menos las plantas y el sombraje. Echo de menos el verde y la sombra también en la plaza del Ayuntamiento porque me vienen a la mente las palmeras que quitaron cuando hicieron el nuevo edificio. Era muy agradable charlar sentadas en los bancos bajo las ramas de las palmeras. ¡Qué seco es a veces el progreso!

Dicen que van a remodelar la carretera del cementerio que ahora se llama avenida de Miguel Ángel Blanco. Me da pena que puedan quitar los pinos tal y como hicieron con los de la carretera que va a Santiago de la Ribera cuando construyeron la avenida.

No sé ustedes, pero recuerdo esa carretera estrecha con los árboles a los lados. Parecía un túnel. ¡Qué lejos parecía estar La Ribera entonces y qué cerca está ahora!

Mi amiga Mar Vega me recordaba que ya en ese verano se celebraba la verbena en la plaza del pueblo y actuaban diversos grupos musicales sobre un escenario. Entonces, todos los de la pandilla nos vestíamos igual: unos vaqueros y una camiseta blanca y algunas canciones, como Saca el güiski Cheli, de Desmadre 75, las bailábamos todos en corro y otras en línea haciendo juntos la misma coreografía, con vueltas, pasos, palmaditas y todo.

Las canciones de las verbenas eran otra cosa, lo único que se bailaba agarrado eran los pasodobles y lo hacíamos las chicas con las chicas. Y eso sí, de vez en cuando nos atrevíamos a alguna sesión de espiritismo o güija. No éramos muy buenas videntes, lo aseguro, pero pasábamos nuestro buen rato de miedo más esa subida de adrenalina cuando haces algo misterioso y secreto.

Yo tenía 15 años y cursaba primero de Administrativo en el Instituto de Formación Profesional Manuel Tárraga Escribano, de San Pedro del Pinatar. Tomaba, como todos, Calcio 20 para los huesos, Kina San Clemente para el apetito (el anuncio si se emitiese en la actualidad sería de escándalo) y, si estábamos resfriados, un buen tazón de café con leche y un buen chorro de coñac (algo impensable hoy por hoy).

Mi amiga Sensi, de La Ribera, cuando le pregunté por anécdotas de los viejos tiempos para incorporarlas a este artículo, se partía de risa al recordar el tema de las motos y el Seat 600. Ella llegaba al instituto en un Vespino rojo destartalado, vestida con el traje de judo y unos tacones amarillos con florecitas verdes. El pañuelo con un lazo en la cabeza a juego. No había otra moto igual en el instituto: como no tenía faro trasero en su lugar llevaba un vaso de plástico y, como tampoco tenía tubo de escape, colocó un bote de Coca-Cola, la de siempre, la de toda la vida, no como ahora que hay light, zero, sin cafeína, zero azúcar y sin cafeína, con cafeína y sin burbujas ni cola, etc.

El tema de las motos no quedaba ahí: éramos capaces de ir cuatro en un ciclomotor, sin casco y sin seguro. Y si se trataba de un coche, éramos capaces de entrar 9 en un 600. Eso sí, íbamos por los caminos llenos de charcos y baches por si nos pillaba la Guardia Civil. Cosas de los viejos tiempos.

Yo tenía 15 años y tocaba la guitarra en el coro de la iglesia, bailaba jotas murcianas y las clases nos la daba Isabel, la sobrina de Don Antonio el cura. Mi prima Amparo, al preguntarle por sus recuerdos de la época que me ayudasen a redactar este artículo, me envió  unas fotos en las que salimos vestidos de huertanos bailando.

Ensayábamos entre una cosa y otra cuatro días por semana. Eso sí, si había fútbol Don Antonio anulaba el ensayo del coro y entonces nos íbamos a tocar la guitarra a algún parque o a la plaza.

La primera fila de La Ribera, con su encanto de otro tiempo. 

En Navidades, cantábamos la Misa de Gallo y después pedíamos el aguinaldo por las casas. Poco antes de amanecer salíamos rumbo a La Ribera a tomar chocolate con churros a la churrería San Isidro, cuyo olor nos llegaba desde el hotel Trabuco.  Y, con el azúcar aún en los labios, a la orilla de la playa a esperar el sol. Entonces sí que hacía frío, no como ahora. Paseábamos por allí, por el bar Miramar, las pescaderías, el Club Náutico y llegábamos hasta el que era por entonces el hotel Los Arcos, de los Viudes, que poco después, el 19 de junio de 1981,  quedó inaugurado como hospital.

Don Antonio fue un cura muy especial y nos inculcó unos valores que, a fecha de hoy, tal y como está el panorama, echo de menos. Y lo echo de menos porque si algo aprendí en esa etapa fue el altruismo y la solidaridad, no esperar nada a cambio de nada ni juzgar alegremente a los demás. Recuerdo que íbamos en pandilla con nuestras guitarras, bandurrias, laudes y melódicas a repartir regalos, alimentos, cariño y tiempo a personas necesitadas.

Recuerdo ir al asilo varias veces vestidas de diferentes atuendos navideños a cantar y bailar, entregar regalos y entretener y abrazar a los abuelos. Mi prima me pasó también una foto en la íbamos vestidas de hebreas: reconozco en la imagen a María del Mar, a Esperanza y otras amigas. Recuerdo también visitar a familias necesitadas, sin que importara su origen o etnia, y llevarles alimentos y juguetes para que pasaran una Navidad.

Era una época en la que no importaba de dónde venías, yo misma vengo de Marruecos, y jamás me he sentido rechazada por ello. Por eso ahora, cuando oigo a algunos líderes políticos o religiosos sembrar el odio y el conflicto social entre los ciudadanos, echo de menos esa época y el espíritu solidario en el que me crié en este pueblo y con estos vecinos.

Yo tenía 15 años. Éramos inocentes. La Constitución también.

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