Hay muchas clases de islas, incluso en la laguna que es el Mar Menor. Islas a la deriva, como describió Hemingway; islas misteriosas, envueltas en la leyenda, como la del Barón; islas asoladas, malamente explotadas en otro tiempo y ahora sumidas en soledad, como la Perdiguera, esperando encontrar el Viernes con quien compartir el asedio del mar; islas pisoteadas, como la del Ciervo, o también islas que son evasión de aves exquisitas fatigadas de tierras atestadas.
A los hombres nos pasa a veces como a estas criaturas aladas, aunque ellas pueden elegir más libremente su isla, mientras los humanos solo imaginamos paraísos idealizados en esos emergentes túmulos, en parte por culpa de los griegos, cuyos héroes nacían en islas; por el anhelo de Ulises y su Ítaca; por culpa de Cervantes, que dio a Sancho el gobierno de la ínsula de Barataria, una quimera de las miles que alborotan nuestras vidas. Para Lezama Lima, una isla es donde el mar se detiene a pensar. Para Octavio Paz, son «la luz descalza sobre el mar y la tierra dormidos».
Las islas han sido también cautiverio. Para Séneca en Córcega. Para Unamuno en Fuerteventura. Para Napoleón en Elba. Aislarse es, sin embargo, una ilusión misantrópica, la promesa de un poco de silencio y, en el fondo, la espera de una vela distante que nos salve. Al fin, todos somos un poco Robinsones. Salir en barco por el Mar Menor al encuentro con las islas es dar rienda suelta a la imaginación, como si fuésemos a desenterrar el tesoro dormido en una recóndita cueva. ¿Habrá algún tesoro en alguna parte de las islas del Mar Menor, de esos que guardan brillantes doblones de oro en pesados baúles? Por qué no pensar que sí, e insuflar algo de cuento en el paisaje. Entramos en terreno de poetas que eligieron vivir limitados por el mar, como Robert Graves en Mallorca, o el Nobel Derek Walcott con Trinidad y Tobago. O el pintor Paul Gauguin, que abandonó todo por Haití en busca de un mundo sin contaminar, de su propia utopía.
El Barón
Cuando la proa enfila la majestuosa isla del Barón o Mayor, uno siente esa atracción isleña, una especie de síndrome de Robinsón, que no es otra cosa que una cierta ansia de individualismo, de vivir el propio naufragio para recoger después los restos y recuperar el perfil propio en ese aislamiento. Debe de ser la fatiga de las multitudes. Todas las islas se nos escurren al intentar describirlas, ya sea noble como la del Barón o chica como la Redonda. La del Barón es la hija mayor del Mar Menor. Casi 90 hectáreas y una altitud de 102 metros sobre el nivel del mar. Bien conservada, con sus suaves relieves piramidales tapizados de matorral termófilo, sobre todo palmito, coscoja, lentisco y espino negro. Como el resto de las islas del Mar Menor, su origen es volcánico, con una edad de entre 8 a 6 millones de años. Hitos paisajísticos de primer orden, son como ojos en la cara de la laguna, mientras que sus vecinas de la mar mayor, las mediterráneas Grosa y el islote de Farallón, podrían ser obeliscos rocosos que advierten al navegante de que está a punto de adentrarse en otro mundo, el cálido Mar Menor. Los piratas utilizaban la Grosa para ponerse a resguardo de los cañones de la torre de aviso y defensa del Estacio. El escritor Francisco Cascales la llamó «ladronera de corsarios», hoy solo habitada por una valiosa colonia de gaviotas de Audouin, que parecen huir también de la isla, aunque por causas aún desconocidas. De las más de 800 parejas que se encelaban el año pasado en la Grosa, solo suman 150 por un misterioro éxodo hacia las Salinas de Torrevieja, según informa la Asociación de Naturalistas del Sureste.
Volvemos al abrigo del Mar Menor, donde no faltan las leyendas. La del Barón de Benifayó cuenta que construyó en la isla un palacete gemelo al que se erige en San Pedro del Pinatar para una princesa rusa a la que amaba. No se sabe si es terreno de la fantasía que la princesa se bañara en el mar y después cabalgara desnuda por la isla para secar su melena, como cuentan viejas historias. También se dijo que la princesa yace enterrada en algún lugar de la isla, estrangulada a manos del barón. Sí es real el palacete neomudejar del siglo XIX, con ventanas de arco de herradura, paños de teja árabe y gran portal con escalinata y mosaico, escoltada por palmeras, además de una ermita, y la torre esquinada de cinco plantas de los años sesenta. La villa era una copia reducida del pabellón español en la Exposición Universal de Sevilla de 1873. Este idílico paraje consta como propiedad de Ana María Navarro Figueroa, Marquesa viuda de Sierra Nevada y madre de Natalia Figueroa, esposa del cantante español Raphael. La isla despertó polémica hace pocos años con la aparición de una cabaña de muflones que supuestamente se llevaron a la isla con fines cinegéticos, hecho que denunció la Guardia Civil y la Asociación de Naturalistas del Sureste, que ve peligrar este hábitat declarado Lugar de Interés Comunitario.
Isla Perdiguera
Desde su cima de 104 metros, la mayor altura de las islas, se ve cerca la isla Perdiguera, segunda en extensión con 25,7 hectáreas, aunque en tiempos remotos fueron dos islas, la Perdiguera y la Esparteña, unidas ahora por una lengua de arena. El tapiz vegetal de palmitos, lentiscos y coscojas está mucho más deteriorado por el desembarco turístico de años atrás. Fue cedida a principios del siglo XX a la cercana base aeronaval de Los Alcázares y usada como blanco de aviones, después como base de chiringuitos cutres, por lo que los turistas extranjeros la llamaban Sardine Island. Desmantelados los quioscos, se temió por su urbanización a raíz de un proyecto que anunció un político de San Javier famoso por su voracidad enladrilladora. Propiedad de Profu S.A., sociedad controlada por Tomás Fuertes, dueño de El Pozo, la empresa informó a este periódico que «de momento se tiene como inversión, pero sin objetivo claro».
Todas las islas están consideradas como suelo no urbanizable de protección específica, aunque el estudio previo al Plan de Ordenación Urbana aconseja, en línea a lo que sugieren las Directrices del Litoral de la Comunidad Autónoma, algunas instalaciones turísticas que respeten el entorno natural. ANSE matiza que estas instalaciones deberían ser «blandas» para que se pueda disfrutar de la naturaleza sin dañarla. La Perdiguera guarda además un interés arqueológico, con un yacimiento romano, donde se han encontrado cerámicas y ánforas, pero también señales de excavaciones clandestinas en busca sin duda de ese sueño de los doblones de oro. A su abrigo se refugian en verano muchs embarcaciones de recreo, pero algunos van más allá. Bajan a sus playas, hacen fuego, arrojan basura y se marchan sin mirar atrás, sin recordar que «el mar duerme con un ojo abierto», como decía el poeta americano Wallace Stevens. Por eso, como bien nos advertía aquel anuncio publicitario, nos va devolviendo el golpe. Stevens dijo también que «el mar crea las islas y las destruye; formó Strómboli en un arrebato de ira, y Montecristi para la venganza». ¿Con qué estado de ánimo crearía la del Ciervo, tan pisoteada durante años?
Isla del Ciervo
El brazo artificial de tierra sobre el que se construyó una carretera ya no existe, quizá porque alguien vio que se debía respetar el carácter de aislamiento, esa condición que describe el holandés Jean Schalekamp: «de una isla no se puede escapar». A la del Ciervo le han devuelto su dignidad y esperanza para los cornicales, zanahorias de mar y chumberillas lobo.
Islas Menores
Las islas Menores, del Sujeto (2,5 hectáreas) y Redonda (2,4 hectáreas) se deben ver, a la vista de las aves, como brotes de matorrales, tomillares y lavandas, cornicales y zamarrillas. En estos dos islotes se hace un seguimiento biológico de las garcetas, garcillas bueyeras y la gaviota patiamarilla.
A la postre, quizá su aislamiento menor, por aquello de encontrarse en una mansa laguna, sin interminables muros de agua encerrándolas, les confiera un simbolismo integrador que nos hace verlas más como un peaje de descanso adonde asirse entre costa y costa, un refugio acogedor, el antídoto al extravío que padeció Ulises en su travesía sin fin. Quizá el reflejo de que el hombre no es tanto una isla, sino una parte de continente. Por eso cuando maltratamos a las islas estamos ejerciendo la autodestrucción y, para asegurarnos un futuro, debemos amarlas y respetar su diversidad, igual que en el continente convivimos los diferentes porque, como decía Walcott, «hay tantas islas, tantas como estrellas en la noche».