‘La edad del boli y el callo en el dedo corazón’, por Inmaculada Barranco

Tres hombres leyendo el Noticiero en papel
Tres hombres leyendo el Noticiero en papel

Leíamos hasta las Páginas Amarillas (quién sabe si en esa profunda búsqueda de ese algo que nos imanta).

Recuerdo los años ochenta en San Javier. Por entonces, rondaba los veinte años y la gente de la pandilla, arriba o abajo, rozaba esa edad. No teníamos teléfonos móviles pero sí ese anhelo de encontrar un mensaje en una botella, un ovni, o un mapa del tesoro con un camino hacia algún destino especial. A ser posible muy lejos o tan cerca que solo pudiésemos entenderlo a solas.

Les invito a reflexionar acerca del debate social sobre si los tiempos pasados fueron mejores respecto a estos en los que abundan las nuevas tecnologías a través de un viaje en el tiempo.

Juventud: haberla hubo

¿Recuerdan su adolescencia? Ahora nos pueden llamar puretaso carrozaspero juventud, haberla hubo. ¿No les invade a veces la nostalgia? A mí, a veces. ¡Hasta me pongo la quinta sinfonía de Mahler en un arrebato de melancolía o de masoquismo, no lo tengo claro!

¿Se acuerdan del sonido de la Vespa del cartero? Sonaba a promesa. A que alguien, en algún lugar remoto, nos recordaba y con unas letras  cambiaría nuestra vida.

¿Y recuerdan la plaza del Ayuntamiento?, ¿han visto esas manadas de pájaros que, siempre, a la misma hora, se desplazan por el cielo hacia un lugar que solo ellos conocen?

Pues éramos así, a las cinco acudíamos, sin anunciarnos, al mismo banco de la plaza, bajo una de las palmeras, y nos sentábamos en el asiento, en el reposa espalda, en las rodillas de alguien de la pandilla o, simplemente, nos quedábamos de pie riendo, charlando y comiendo pipas.

Pandilla en el Parque de los Patos de San Javier en 1975
Pandilla en el Parque de los Patos de San Javier en 1975. Foto: Álbum Familiar de San Javier

Sabíamos a qué hora podríamos encontrar a nuestra gente en El Moderno, en el bar de Antonio, los futbolines o en El Moreno comprando chuches.

Y no parábamos de hablar: como esas cotorras verdes y su cotorreo que, al amanecer, atraviesan el Parque Almansa rozando las palmeras, los ficus y las jacarandas.

Hablábamos mucho y hablábamos después de hablar; hasta en misaY eso que estábamos en el coro y Don Antonio, con un gesto cejijunto, nos mandaba callar con una patada al suelo mientras nos mirábamos y reíamos tapándonos la boca.

Hablábamos por el teléfono fijo durante horas, eso sí, con la puerta cerrada pillando el cable y la persiana hasta abajo por si se escapaba alguno de nuestros secretos o confidencias.

Escribíamos cartas y hablábamos por teléfono con esa sensación de anonimato que nos da no estar en el foco de las miradas.  

Ya por entonces hacíamos nuestras cosas malas: nos rozábamos con los chicos en los guateques mientras bailábamos las lentas. Nos íbamos a los antros de perdición a escondidas porque era casi pecado capital ir a la Alaska y no digamos a la Efebos o el Xairo o la Capri, porque claro, no solo era ir de discotecas, lo peor era que nos íbamos con los chicos de la pandilla en sus coches. ¡Mujeres solas con hombres! ¡qué iban a pensar de nosotras! No como ahora que las mujeres son unas libertinas y hasta viven con el novio. 

Cita de Sócrates
Cita de Sócrates. La percepción sobre la juventud, una eterna brecha generacional.

Éramos de otra pasta, no como ahora. Eso sí, los sábados, en misa de siete y antes de salir de fiesta, nos confesábamos con Don Antonio y nos daba la absolución, tras la promesa de no volverlo a hacer y la tarea de rezar tres avemarías y alguna gloria tras la confesión.

La plaza de San Javier en los años setenta
La plaza de San Javier en los años setenta

Nos sabíamos todos los números de teléfono de la familia, la pandilla, el chico que nos gustaba y lo que se terciara o hiciese falta. Y en todas las casas había una agenda gorda con sus pestañitas ordenadas por orden alfabético. No faltaban tampoco las Páginas Amarillas que, por cierto, las leíamos con interés porque tenían su misterio: todo estaba allí. Todo el mundo estaba allí y los buscábamos, hasta nos buscábamos a nosotras mismas ante la sorpresa de que alguien, en alguna parte, anotaba nuestro número de teléfono desvelando nuestra existencia.

Sí, leíamos hasta las Páginas Amarillas. Quién sabe si en esa profunda búsqueda de ese algo que nos imanta.

Edad del boli y el callo del dedo corazón

Por entonces, para estudiar,  se estilaba mucho mandar trabajos, deberes y hasta leer La Regenta (qué obsesión). Se usaba para reproducir copias la multicopista y se pasaban los textos a mecanografía y no había corrector, solo el Typex. No existía la impresora, ni la fotocopiadora, ni los scaner, ni los PDF. No existía la tablet, ni el móvil, ni El Rincón del Vago, ni siquiera ChatGPT. ¡Qué tiempos aquellos!

Era la Edad del Boli y el Callo del dedo corazón de tanto tomar apuntes; no nos quedaba más remedio que atravesar el pueblo entero caminando, en bici o en moto, porque no existían los patinetes,  para  preguntarle a Pilar, la de  la biblioteca, cuál era el libro adecuado para calcar nuestros deberes.

Antes de Google no se plagiaba, no: ¡Enriquecíamos!

Éramos más responsables; muy diferentes y con menos posibilidades que la juventud de hoy, así que, de cara a los estudios, tan solo teníamos cuatro opciones:

1. Hacer los deberes y estudiar;

2. Organizarnos para intercambiar los trabajos de clase;

3. Copiarnos de alguien la tarde antes;

4. No hacer nada.

El tesoro de la familia

En casa, encastrado en el centro del mueble castellano del salón, sobresalía un televisor de culo gordo. A ambos lados dos puertas talladas: una con los licores que se sacaban solo en Navidad y la otra con las copas y vasos de fiesta. Coronaban el mueble dos estanterías y sobre ellas, entre la flamenca y el toro, se guardaba el verdadero tesoro de la casa: la enciclopedia.  

Esos libros enormes a los que no se les escapaba ninguna verdad. Copiábamos sin piedad respetando hasta los puntos y comas. Claro, que por entonces copiar no era tan peligroso como ahora porque Ramoncín aún era punki y no miembro de la  junta directiva de la Sociedad General de Autores y Editores.

¿Recuerdan el Atlas Universal? ¡Con caníbales de verdad ilustrados! Los libros nos mostraban un mundo más allá de Albacete. No como ahora con Internet que solo hay cochinadas.

Tomás Sanz, heladero, en La Ribera en los años 60
Tomás Sanz, heladero, en La Ribera en los años 60. Foto: Álbum Familiar de San Javier.

En las tardes torradas de verano, en las que solo había un ventilador por casa, se escuchaba, a lo lejos, el sonido de un motocarro y de un salto, con los ojos bien abiertos suplicábamos, con nuestras manos, a nuestras madres en cuanto oíamos: ¡Hay helados variados, cortes y mantecados!, nos daba las pesetas y enseguida nos chorreaban las manos con el helado derretido del cucurucho.

En bicicleta llegaba a las casas el repartidor del periódico. Dejaba puerta por puerta El Caso y las mujeres leían con avidez a Margarita Landi y sus historias escabrosas. Los hombres, que siempre han sido más modernos,  compraban todo aquello que estampase el destape de alguna famosa (el contenido de la revista daba igual porque lo importante era la foto de la portada). A la gente joven nos gustaba el Súper Pop con sus pósteres centrales con los que íbamos empapelando nuestra habitación. Llegaban a nuestras manos revistas como la que leía mi abuelo Juan, Selecciones Reader’s Digest. O un largo etcétera que dejo en este enlace por si tienen interés.

En la foto principal, arriba, tres vecinos leen El Noticiero, la edición en papel de NoticieroMarMenor.com, que se repartió desde 1997 hasta 2005. Desde hace 20 años es enteramente digital. 

¿Se acuerdan del afilaoooooooory el sonido de su armónica?, lo de antes era mejor, iba en una bicicleta lloviese o abrasase el sol y no como ahora que va en una furgoneta acondicionada y una grabación bien afinada.

No creo que se leyese más, se leía diferente porque todo era en formato papel. Nos visitaban vendedores de enciclopedias que completaban las que ya teníamos y también recibíamos a la representante del Círculo de Lectores. Leer y tener libros en casa era motivo de orgullo. Fijaos si leíamos y nos gustaba escuchar que hasta hablábamos con los Testigos de Jehová y nos leíamos sus folletos del fin del mundo.

Mirar hacia dentro nos delata

Por entonces no mirábamos el móvil. Mirábamos el reloj implorando que fuese más deprisa y, en algunos casos, que se detuviese. No es el móvil, no son las cuentas del rosario. No es girar un anillo ni mirar un reloj. No es el objeto. Es el discurso interior lo que se proyecta en el objeto. Es dejar la mirada perdida y en silencio: Ese gesto, el de mirar hacia dentro, es el que nos delata.

La prepotencia, la soberbia; la decepción, el fracaso, la culpa, la intolerancia, el dolor,  pueden hacer que se sentencie con ligereza y severidad.

Los tiempos pasados nos evocan recuerdos maravillosos e inolvidables o vivencias terribles por las que nadie tendría que pasar. Esa experiencia es nuestro mayor secreto y creo que desde ahí no es justo censurar. Puede ser una vileza si se hace desde el dolor o desde el complejo de superioridad.

Les invito a una reflexión: ¿es la tecnología o el uso que se le da lo que irrita o son el aburrimiento, el malestar físico, el ensimismamiento, la nostalgia, la mala educación, las preocupaciones, las que nos evaden de las reuniones o comidas con otras personas? No es el objeto, es nuestro diálogo interno el que nos lleva lejos de quienes tenemos cerca.

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Inmaculada Barranco
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