Pregón de Navidad 'Cultus Angelorum'

San Javier
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El templo parroquial de San Javier inauguró la exposición 'Cultua Angelorum' de imaginería moderno dedicada a la figura del ángel. El acto organizado por la Parroquia de San Francisco Javier y la Asociación de Amigos del Belén de San Javier, que expuso sus escenas bíblicas (reportaje 'Cultus Angelorum' en la sección 'Cultura, Exposiciones') incluyó el concierto de música barroca de la Ensemble Antiqua del guitarrista Antonio Baeza, y el pregón a cargo de la periodista Alexia Salas, que se reproduce a continuación.

 

Pregón de Navidad 'Cultus Angelorum'

San Javier, jueves, 20 de diciembre de 2012

Aquel año a José le hicieron un ERE en su empresa de carpintería. Había consumido su juventud trabajando más horas que un autónomo. De sol a sol, como decían los abuelos. Y, en épocas como la de aquel año, en que escaseaba tanto el trabajo, ya se sabe, pocas alternativas quedan al contrato precario, a las horas extra sin cobrar o, directamente, a la economía sumergida de deslomarse sin derechos ni sindicatos ni juzgados de lo social. Recién desposado con María, no se podía permitir renunciar al mísero jornal. Ya pensaría en cómo mantenerse en la jubilación si ni siquiera cotizaba a la Seguridad Social ni le llegaba para ahorrar, y eso del Plan de Pensiones se presentaba inalcanzable.

 

Todos estos pensamientos alborotaban sus noches como polillas polvorientas. La zozobra roía su paz de madrugada, mientras repasaba una de las vigas del último pedido, un importante constructor de obra pública, el único tipo de edificación que ya se llevaba a cabo, en aquellos tiempos de escasez. Alguna villa de un poderoso, los arreglos necesarios de la sinagoga y poco más. José ya empezaba a darle vueltas a la idea de marchar al calor de una ciudad mayor, tal vez Jerusalén.

El expediente de regulación de empleo terminó de animarlo a forjar el plan en su cabeza, pero con María ya encinta, todo se complicaba. Esas madrugadas de incertidumbres encogían su alma, habituado como estaba a no pedir hacia arriba, sino más bien a ayudar hacia abajo.

De sus pensamientos nocturnos, los más lúcidos, rodeados a veces de una luz benéfica, mientras se le desfallecían los brazos, alisando un armazón con el cepillo, respirando las briznas y el olor a serrín que flotaban siempre en la atmósfera del taller, le llegó la fuerza que le despejaría el camino. No era fácil, con un niño por llegar, y la deuda acumulada de varios meses sin pagar la renta de la casa al prestamista, que ya le había mandado serios avisos, con amenazas de desahucio inminente y la vergonzosa entrada en la lista de morosos de Galilea, que clavaban cada semana en el muro de la plaza. Ya nadie le fiaría a María en el mercado.

 

Como cualquier otro hombre que ama, procuraba llevar siempre a su casa una sonrisa, un trozo de lino teñido, alguna fruta madura que cambiaba por un favor. Eran sus silenciosos gestos de calor, siempre ahí, con pocas palabras pero infalible como una red en el vacío. En el fondo, vivía fascinado por la fortaleza de María, ese aplomo que nace de la bondad, una determinación de hierro bajo la mirada de miel. Con ninguna otra hubiera emprendido la temeraria aventura de vivir.

Como una madre leona negociaba a diario con los mercaderes para asegurar en su mesa el pan de centeno, un guiso humeante de legumbres, algunas habas y, como mucho, un cucharón de leche de cabra. Alguna vez los agricultores que acudían a la plaza a vender sus cosechas le regalaban un puñado de olivas y algunos higos secos. Los guardaba para las veladas junto al fuego, cuando la incertidumbre y los pesares se apoderaban del silencio. María sacaba entonces de su fresquera algunas pasas, para enterrar los sinsabores, de aquel hombre valiente que ya había elegido hacer lo que debía.  

El tiempo de las granadas había quedado ya muy atrás, como las noches en calma.

 

El problema de la escasez crecía, un buen bocado del jornal se lo llevaban los impuestos, y la preocupación mataba su paz. Sin las suficientes monedas, cómo pagaría a una comadrona para el parto. Solo en los ojos serenos de Ella, que lo miraban sin dudas, encontraba la luz, una claridad parecida a la que se le prendía algunas noches en la mente, y escuchaba una voz, como vertida hacia dentro.

 

Un día que José llegó a casa, derrotado, con todo el peso del mundo sobre sus hombros, ella ya sabía que tendría que ponerse en camino sin destino fijo. Sin decirse una palabra, ella leyó en sus ojos: "Tú justificas mi existencia. Si muero sin ti no muero, porque no he vivido".

Él leyó en su mirada: "Apágame los ojos y te seguiré viendo. Sin pies, te seguiré".

 

Imaginad la enorme inquietud de María, su vientre aumentando con cada luna, la desbordada ilusión mezclada con todos los temores del universo que nos invaden a las mujeres en esta situación de espera. A las embarazadas les suele ir abandonando el sueño como anticipo de la alerta nocturna que tendrán ya activada toda la vida, nos convertimos en una especie de vigilante 24 horas del bienestar de ese ser que llega y siempre cambia el mundo. Imaginad el peso de la responsabilidad de María, sus noches en duermevela poseída por ese enorme amor que siempre, siempre, lleva consigo el temor latente a cuanto pueda acechar a la criatura. Seguro que tuvo tentaciones de hacer llamar a ejércitos celestiales, de clamar al cielo para asegurar a su hijo una llegada entre sábanas de seda y tibias mantas de pelo. Pero aguantó el tirón con entereza, sabiendo que era una de esas ocasiones en que, en sí mismo, un solo hombre o una sola mujer pueden ser toda una ciudad, un mundo entero, este mundo de gente desplazada o fugitiva que ha de hacer su casa en cualquier parte. Desde dentro le nacía la determinación de continuar camino.

Una ruta de 120 kilómetros sin más autopista que los pedregales, sin más áreas de descanso que los olivos y alguna sombra bajo unas palmeras que refrescan un pozo.

Un paisaje de noches escarchadas y mediodías sin aliento se les fue poniendo por delante. Eran tiempos de cazadores de lo ajeno, salteadores de caminos y malandrines con y sin armas, embaucadores harapientos y de uniforme. Días en que la mayoría de los hombres se arrogaban el derecho a exigir. La solidaridad llegaba de las manos más insospechadas, a veces de alguien que pasaba por semejante trance, una anciana que dejaba sitio a María para descansar en un granero, un padre que hacía una partición más en el pan para la cena, una familia que compartía su fuego. Solo algunos vieron la luz del mediodía que acompañaba a la pareja, como la que guió a San Juan de la Cruz en su Noche Oscura.

Qué torpe corazón el del hombre, que a lo largo de los tiempos no ha reparado en leyes que quedaron escritas hace siglos: "Permanezca entre vosotros la fraternidad, no os olvidéis de la hospitalidad, pues por ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles" (Hebreos)

 

No era la única travesía por el desierto que les esperaba. La burocracia y los mandatos unilaterales del poder, que proyecta su sombra para cubrir a todos los hombres, les complicaría aún más la vida en el frío exterior. En un mundo sin solidaridad hace mucho frío. Las caras ateridas en las colas de las oficinas de empleo que habían visto a su paso se repetían a la puerta de otros despachos, que requerían documentos, pedían tasas y exigían empadronamientos y registros por medio de edictos, decretos y órdenes de distintas instancias cruzadas que desembocaban en la nada.

José recorrió caminos y cruzó eriales para no perder nunca la dignidad de hombre de su tiempo. Cuando llegó la hora de lo esencial, ningún certificado con sello de empadronamiento le dio cobijo. No hubo sitio para ellos en los mesones, contó un cercano amigo. Acuciado por la llegada del hijo, José echó abajo una desvencijada puerta de madera llena de grafitis, posiblemente una casa desahuciada hacía tiempo, o como oficialmente y de forma tan gráfica se denomina, una vivienda donde se había producido un 'lanzamiento'. Una estancia fría y sin vida que de pronto se volvió el lugar más luminoso del planeta, el más cálido y tranquilizador, el más seguro del planeta. El aire desapacible de la noche se llenó del aroma a piel sana del bebé, a la imperiosa paz para guardar su sueño.

"Si Dios se ha hecho hombre", dijo Ortega y Gasset 20 siglos después, "ser hombre es la cosa más grande que se pueda ser".

 

Cuando David Martínez, el apasionado historiador que coordina el trabajo de la Asociación de Amigos del Belén de San Javier, me dijo que la exposición de este año estaba dedicada a los ángeles me llegó una descarga de recuerdos. El anuncio del arcángel Gabriel ha marcado la mayoría de los días de mi infancia y me traslada a la edad de la inocencia, ya que en mi colegio la clase se interrumpía cada día a las 12 de la mañana, cuando desde el altavoz, la dulce voz de Sor Lucía, grabada en un magnetofón recordaba la Anunciación. Esa edad de babi de cuadros y calcetines en la que todo es posible aún en cada uno, incluso ser un poco ángel al que el tiempo va desplumando las alas, mientras le afila los espolones. Algún influjo debió ejercer sobre mí el mensajero Gabriel, patrón de los medios de comunicación.

Con el tiempo aprendemos la inevitable lección de que, perdido el plumaje de la inocencia ya no volvemos a ser los mismos, por eso relucen aún más los hombres y mujeres con facultades angelicales que nos encontramos en el camino. Cuando sientes que alguno te ha rozado con sus alas en el momento oportuno, ya los llevas para siempre bajo el pecho.

Antes de avanzar por la estela de los ángeles, tengo que darle las gracias a uno de ellos, mi amigo Pepe Ballester, gracias por tu generosidad y por ese cierto amor por el riesgo que has demostrado invitándome a ocupar el alto honor de estar aquí esta noche. Gracias por tu valentía y tu ejemplo de constancia. Si estuviera en mi mano, pecaría con la arrogancia de llamar a las doce legiones de ángeles que mencionaba Mateo para que te libren de todo mal.

Celestial es el tiempo suspendido que nos ha regalado la Asociación de Amigos del Belén con esta exposición tan meditada, tan trabajada, tan labrada.

Sin ellos, mi versión de la historia de José y María, tan simple como volcar un periódico cualquiera de un día cualquiera en el capítulo sagrado, resultaría de lo más terrenal. Ellos han puesto los ángeles. Ana Pastrana, José Hurtado, Lola Ballester, María Leiva, Julio Martínez, Ana Palacio, Luisa Escobar, Luís Riquelme y Miguel Torres han puesto la magia.

Han levantado montañas y horadado el mismísimo Monte Sacro para dar cobijo a la historia, para que se repita el principio de todo. El año que viene celebran su quinto aniversario, pero ya se han quemado las manos con la silicona, han empeñado mucho descanso por cortar y pegar poliespán, embadurnarse de betún, rematar escenas y fundir bombillas. Atrás quedan los nervios finales por estos instantes de belleza que nos regalan.

"Qué tiempos estos, en los que hablar de las flores sería una ignominia, porque equivaldría a callar sobre otras cosas", pensó Bertold Brecht. Ese periódico que hemos imaginado al comienzo nos deja precisamente hablar de esa "poesía para el pobre", como reivindicó Gabriel Celaya, "esa poesía necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos 13 veces por minutos para ser en tanto somos, dar un sí que glorifica". Jesús, al fin y al cabo, nació más cerca de Gaza, -su mero nombre ya suena a dolor y a bombardeos- que de Wall Street y otros templos mundanos. No tengo la menor duda de con quién estaría ahora.

 

Sabía que fracasaría al tratar de decir lo indecible. Cómo igualar con palabras los ángeles de Sánchez Lozano y Francisco Liza, unidos a la obra de Antonio Carrión. Les recorre el hilo salzillesco y barroco del amor por la figura del ángel. Les une el Arte con mayúsculas. Esas joyas con alas vienen a hacer más grande aún la legión de estos seres benéficos que habitan en el templo de San Francisco Javier ya desde sus comienzos: 50 querubines en el retablo, más los que amparan las figuras de las capillas laterales. Un escuadrón de otros 50 ángeles llegan de la mano de los empresarios de San Javier que han querido convertir su negocio en un 'comercio con ángel'. Otros además sobrevuelan las cordilleras del Belén de España, tan fiel a como lo quiso su fundador Alfonso Meca.

No sé vosotros, yo prefiero pensar que hay muchos más ángeles por ahí, sobre la plaza de San Javier y más allá, que nos amparan cuando hace falta, que baten sus alas para seguirnos en los momentos delicados, aunque nosotros decidamos la mayoría de las veces pisar el charco. Despiertan una misteriosa atracción en los hombres, en su papel de mediadores y mensajeros, como un eslabón de la divinidad, con esa belleza etérea y renacentista de Botticelli. A mi me gusta más su cara humana, será porque en mi vida he tenido, y tengo, ángeles. Y espero no exigirles demasiado. Os deseo, a todos, muchos muchos ángeles.

28,10,0,50,1
600,600,60,0,3000,5000,25,800
90,150,1,50,12,30,50,1,70,12,1,50,1,0,1,2000
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